La novela se mezcla con la actualidad |
A veces la realidad y la ficción se confunden. En 2016 Meyer Magarici (Meir Magar) e Isaac Nahon publicamos La Conjura del Esplendor, una novela que escribimos a cuatro manos. En el texto se mezclan la historia, la fantasía y la conspiración internacional, con espías y agentes de servicios secretos y milicias. Un personaje de la novela es el iraní Daud Mohadesh, miembro de la Fuerza Quds, como lo era el recientemente asesinado Soleimani. Aquí pueden leer un capítulo donde aparece el iraní:
LA OSCURIDAD QUE ALUMBRA
Daud Mohadesh vio la luna que brillaba alta y redonda sobre el Valle de la Becá. Como se creía poeta, hilvanó unos versos en su lengua materna - el farsi - sobre el resplandor de la oscuridad. Sabía que esa luz no venía del astro que marcaba su calendario, sino del Creador del Universo, el Más Grande, Alá el Misericordioso. Estaba lejos de casa, pero la luna era la misma, y la lucha también.
Acarició el AK47 que tenía sobre las piernas. Se percató que era de un negro brillante bajo el influjo de la misteriosa dama de la noche. Empezó a tararear una melodía de una canción que escuchó en sus tiempos de estudiante en Oxford: “I’ve been followed by a moon shadow, moon shadow, moon shadow…”. La cantaba Cat Stevens, un artista pop que bebió en la fuente de la Verdad y reconoció que no hay otro Dios que Alá y Mahoma es su enviado. Ahora se llama Yusuf Islam.
Había llegado al Líbano hacía un par de años. Su misión era servir de liaison con Hezbolá. Tenía ambiciones. Sin embargo, era un obediente servidor del Ayatolá Imranei. Siguiendo las enseñanzas de su Maestro entendía que la misión iba más allá del país de los cedros. Al sur estaba ese “cáncer sionista”, el pequeño Satán.
- No seas impaciente, Daud. El tiempo de Alá es perfecto. Yo te diré cuándo es el momento propicio para actuar – le dijo el Ayatolá Imranei cuando le asignó la misión con el Ejército de Dios.
Daud sentía un cosquilleo, un frenesí cuando rumiaba su furia sagrada. Recitaba enseguida un verso del Corán para recobrar la necesaria compostura propia de un soldado de Alá: “Creyentes; Combatid contra los infieles que tengáis cerca. Que os encuentren duros. Sabed que Dios está con los que Le temen”. Su mente podía ir lejos, imaginarse grandes proezas, batallas, sacrificios, martirologios. No era, sin embargo, él quien decidía. Su jefe directo era Nasrallah, Imam y Comandante Supremo de Hezbolá. La estrategia ahora - le había explicado - era enfocarse en el frente sirio donde seguía actuando el Estado Islámico, el otro enemigo. Al “cáncer sionista” lo mantendrían a raya.
- Los judíos aprendieron su lección después de la última guerra. Saben que el precio que pagarán si nos invaden será alto – razonaba Nasrallah-. Daud, tu ayuda es muy apreciada por nuestros hermanos sirios. Ese debe ser tu foco.
El persa – así lo llamaban los combatientes libaneses – veía las cosas de otra manera. La liberación de Palestina cambiaría todo el cuadro de la región. La conquista de Al Quds (Jerusalén le dicen los infieles) daría un giro de 180 grados a la situación. Su plan no era el producto de una mente afiebrada. Había estudiado historia del Medio Oriente en Oxford. Conocía al dedillo las guerras, los triunfos y las derrotas de los musulmanes. Admiraba a Salah ad-Din (Saladín) el Sultán. Despreciaba a quienes embrutecieron a los creyentes, los mantuvieron pobres e ignorantes, y se aliaron con los colonialistas. Y después llegó el sionismo, la punta de lanza de Occidente para acabar con el Islam. Los judíos se victimizaron, manipularon la historia de la Segunda Guerra Mundial, usaron su poder financiero y mediático, y convencieron a los imperios para que los apoyaran en su vicioso plan de control del Medio Oriente.
Hizo un rápido cálculo mental. Palestina estaría apenas a 60 kilómetros desde donde estaba sentado, menos de una hora en automóvil. La noche era clara. Era el mismo cielo, las mismas estrellas que cubrían ese todo que debería ser una Unidad Perfecta, el Dar al Salam, la Casa de la Paz. No se hacía ilusiones, no pensaba que los creyentes comunes y corrientes estarían dispuestos a hacer lo necesario para lograr extirpar ese cáncer. Como buen chií estaba convencido que esta será la misión del Majdi, el redentor del islam que reinará antes del Día del Juicio Final.
Volvió a mirar la luna que destellaba en el cielo oscuro. Su vena poética le sacó de los labios unos versos sobre la Noche de la Redención, del Majdi que permanece escondido en esa oscuridad luminosa antes de revelarse al mundo. “¡Ya está entre nosotros, pero nosotros no lo merecemos…! ¡Oh creyentes! ¡Vuestros méritos traerán la luz del Majdi…! ¡Oh creyentes! Póstrense ante Alá, el Más Grande, quien removerá el velo que tapa vuestros ojos para que veáis a su enviado, la paz sea con él…”. Los versos incrementaron el cosquilleo, su frenesí. Estuvo tentado de apretar el gatillo y disparar al aire, pero no quiso perturbar a quienes todavía dormían en la casa de adobe. Pronto el mu'aḏḏin llamaría a la plegaria de la mañana.
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